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La magia de Isla de Pascua

  • Foto del escritor: mariadelacruzg
    mariadelacruzg
  • 26 oct 2014
  • 5 Min. de lectura

Necesito empezar este blog hablando del lugar más impresionante al que he viajado, que no es otro sino la Isla de Pascua, el rincón más aislado del mundo. Es de esos destinos que dejan una huella imborrable en la memoria, que te marcan de por vida. En Rapa Nui se la conoce como “te pito o te henua”, es decir, el ombligo de la Tierra. Y, nada más descender del avión, uno entiende por qué.

Amanecer en la Isla de Pascua

Cuando me vine a vivir a Chile, tenía en la cabeza este lugar, por encima del resto. Sabía lo caro que es, pero siempre ha sido mi sueño viajar a la Isla de Pascua. Y… los sueños están para cumplirlos, ¿o no? Así que, nada más llegar a Santiago, me puse a mirar vuelos como loca… hasta dar con uno que se adaptara a mi escasísimo presupuesto.

¿Cómo se llega? Tengo entendido que es posible llegar en barco, pero la forma más fácil y “barata” es en avión desde Santiago de Chile, en el vuelo diario operado por LAN. Barato, lo que se dice barato, no es llegar allí. Si tienes suerte (como me pasó a mí, que ávida de visitar la isla estuve un mes cotizando precios sin parar), puedes encontrar algo por 400 USD ida y vuelta.

Así que a principios de abril de este año, me embarqué con un amigo en un vuelo de más de 4h rumbo a esa tierra misteriosa.

Vistas al Océano Pacífico

Mi compañero de viaje y yo decidimos quedarnos en un camping allá, que resultó la mejor opción para mochileros. En el que estuvimos se llama Tipanie Moana. Había lo básico a un precio inmejorable: agua caliente, cocina… Incluso vinieron a buscarnos al aeropuerto y nos ayudaron a montar la tienda de campaña. El camping estaba a rebosar de jóvenes de todo el mundo y ninguna noche nos faltaba la fiesta.

¿Es realmente tan impresionante como todos dicen? Rotundamente, SÍ. Superó incluso mis expectativas. Es una experiencia increíble la de caminar en completa soledad por los caminos de la isla, sin más compañía que la de los hermosos caballos salvajes. Y es que la isla es tan pequeña que, si se cuenta con los días suficientes, puede recorrerse a pie o en bicicleta. Hacer auto-stop es muy seguro, pues los lugareños son muy amables y siempre se ofrecen a llevarte de regreso a la aldea, Hanga-Roa.

Maravilloso paisaje costero

Esta es el único núcleo urbano de la isla, y donde se concentra la población de 6.700 habitantes. No hay mucho que ver, la verdad. Un museo de la historia de la cultura Rapa Nui, una iglesia, un par de caletas y una feria de artesanía con unos precios que no estaban, ni de lejos, al alcance de nuestros bolsillos. Pero vale la pena perderse entre sus calles, probar algo de la gastronomía típica e, incluso, ver algún espectáculo de danza (es pintoresco, aunque sea más que obvio que de ancestral tiene bien poco, y es más bien un engañabobos para turistas).

Amanecer en Ahu Tongariki

El espectáculo más hermoso y sobrecogedor es, sin lugar a dudas, el del amanecer en Ahu Tongariki, los famosos quince moais que se alinean, imponentes, junto a la playa, en el lado norte de la isla. Llegamos allá de madrugada, en plena noche (tras regatear con un taxista de la aldea que nos ofreció un buen precio porque le caímos bien, le dimos pena, o quizás los dos). No se veía nada, tan solo, cuando los ojos se acostumbraban a la oscuridad, se vislumbraban 15 siluetas gigantescas. A medida que el cielo iba clareando, empezaron a llegar los turistas. Y comenzó el espectáculo. El sol apareciendo en el horizonte del océano Pacífico, tras las estatuas ancestrales. Los caballos salvajes pastando, libres, a su antojo. La naturaleza en estado puro. Un momento de íntima conexión con el mundo, de silencio, en la que pude reflexionar sobre lo pequeños que somos, lo grande y perfecto que es el mundo. El pasado, el presente y el futuro. Y las huellas de nuestros ancestros en la Tierra.

Caballos salvajes y moais

Menos impresionante pero igualmente hermoso es contemplar el atardecer en Ahu Tahai, tres moais que dominan la vista del océano sobre un acantilado, a una distancia caminable de la aldea. En este mismo lugar (y en toda la isla) es maravilloso poder tumbarse a contemplar las estrellas. En ninguna otra parte las he visto brillar en el firmamento con una claridad así.

Al sur de la isla está el Rano Kau, uno de los tres enormes volcanes que dominan el territorio Rapa Nui. La subida de estos 400 m. es costosa, pero vale la pena llegar hasta el cráter que, cubierto de plantas por completo, se parece al caldero gigante de una bruja. En este mismo lugar está la aldea ceremonial de Orongo, testigo inmutable de la historia de una cultura entregada al culto a las aves. El paisaje desde lo alto es de los mejores de toda la isla, pues la aldea se alza en un precipicio que cae hasta un océano azul cobalto.

Desde la aldea ceremonial de Orongo

Otro de los volcanes al que pudimos subir es el Rano Raraku, la fábrica de moais. Me hizo preguntarme… ¿cómo es posible que fabricaran los moais a 18 km de Hanga Roa y que luego los desplazaran por toda la isla? Es un misterio, la historia de esta cultura polinésica. Son cosas que nunca sabremos. A una distancia caminable o “auto-stopable” de este volcán está la playa Anakena, de arena blanquísima, donde unos moais vigilan inmutables a los turistas y lugareños que hacen frente al calor bañándose en las aguas del Pacífico. Aguas que, todo sea dicho, no están precisamente calientes. Pero el sol abrasador y los km que llevábamos caminados hasta allá nos hicieron agradecer el frescor. De esa preciosa playa me llevé de recuerdo unas “preciosas” quemaduras que fueron el centro de todas las miradas a mi regreso a Santiago.

Rano Raraku

Otra de las experiencias que, tras mucho tiempo deseando pude probar, fue la de bucear en pleno océano. Soy una miedosa redomada. Hace unos años no hubiera podido imaginar hacerlo. Omitiendo desagradables detalles sobre el estado de mi estómago en el trayecto a alta mar, una vez llegamos al punto de descenso y metí la cabeza bajo el agua, casi muero de la impresión. Al descender, los ojos se me salían de las órbitas. Corales, peces de colores, erizos, TORTUGAS MARINAS. Yo, diminuta, en la inmensidad del océano, rodeada de belleza y… silencio. Fue un momento único e irrepetible.

Buceo en el Océano Pacífico

Esos fueron los cinco días que pasamos en la Isla de Pascua. Uno de los viajes más increíbles de mi vida, en un lugar que no se parece a nada de lo que había visitado hasta el momento. Naturaleza en estado puro, paisajes increíbles y vivencias apasionantes esperan al que se aventure en el “ombligo de la Tierra”.

María

 
 
 

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