Mi lugar de La Mancha
- mariadelacruzg
- 2 ago 2015
- 4 Min. de lectura
Por muy lejos que esté de su tierra natal, uno nunca olvida sus raíces. Muchos días me vienen a la mente esas carreteras desiertas; caminos polvorientos, abrasados bajo el intenso sol del mediodía, plagados de vides y olivos. El horizonte amarilleando a lo lejos, sin más adorno que el campanario del pueblo más cercano, y las fachadas blanqueadas de sus casas.

Y qué sensación, qué vuelco al estómago al divisar en la lejanía la torre de la iglesia de mi pueblo, que parece que dice: “bienvenida, ya estás en casa”… A una semana de volar al que será mi destino durante un año, Oslo, me apetece dedicar unas palabras a este maravilloso lugar del mundo, allí donde se encuentran mis raíces.

¿Os acordáis de aquellas palabras…? “En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”. En un lugar de La Mancha... está Villanueva de los Infantes.

Cada vez que regreso, me encuentro a la vez extraña y confortable en mi pueblo: siento (re)descubrirlo de nuevo. A simple vista, desde lejos, puede parecer uno de tantos, un pueblo más de esos que abundan en la región. Pero luego uno se adentra en sus calles, y descubre que no es sino una de esas joyas ocultas, que aparecen donde uno menos lo espera.

Edificios de la nobleza, historia pura, rincones con encanto y calles que invitan a pasear… una y otra vez. Si hoy regresara… lo primero de todo, me encaminaría a la Plaza Mayor, que aún hoy sigue impresionándome. Al contemplar las balaustradas y los arcos que la rodean, siempre pienso en las vidas de tantos infanteños que ha visto pasar esta plaza, al compás de las décadas. Al fin y al cabo, es el corazón de mi pueblo.

Allí, imponente, se erige la silueta de la Iglesia de San Andrés Apóstol. Una iglesia que bien podría ser catedral, de la que (no es para menos) hay que sentirse orgulloso. Del siglo XVI, construida en la que fue una antigua ermita, donde reposan los restos de Francisco de Quevedo. Sus muros han albergado miles de historias, y las piedras parecen hablar con voz propia. Podría aburriros con mil detalles sobre la arquitectura del Templo, pero no lo haré. Las imágenes hablan por sí solas.

Subiendo por la Calle Cervantes (llamémosla mejor Calle Mayor), encontraría un buen número de palacetes, donde a lo largo de los siglos han vivido nobles e ilustres personajes. Todos ellos han dejado algo tras de sí, que ha quedado en el alma de este lugar. Sin ir más lejos, haciendo esquina, a unos pasos de la heladería que tantos recuerdos de infancia me trae, y de uno de los bares más típicos del pueblo… está la Casa del Caballero del Verde Gabán. Es conocida por su aparición en uno de los capítulos del Quijote, y el patio al estilo manchego es una auténtica maravilla.

Me fijaría de nuevo en el escudo que se repite en muchas fachadas (incluso en las papeleras). Es, ni más ni menos, el escudo de la Orden de Santiago, cuya historia está íntimamente ligada a la de Infantes. Caminaría hasta el extremo opuesto de la Calle Mayor, pasando por el Convento de la Encarnación, y su bellísima fachada.

Y entraría al Museo de Arte Contemporáneo, ubicado en lo que antes era el Mercado Municipal. Llegaría hasta la Plaza de San Juan, donde está el Convento de Santo Domingo. Vale la pena visitar la iglesia, pero lo que más destaca aquí es la celda donde murió Francisco de Quevedo.

Volvería sobre mis pasos, esta vez por la Calle Santo Tomás pasando por la Casa de Santo Tomás de Villanueva, el Oratorio de Santo Tomasillo, y por la Casa de los Estudios. Parada en medio del patio, me imaginaría asistiendo a una clase magistral de Bartolomé Jiménez Patón, en los tiempos en que fue Colegio Menor. Frente a la Plaza de Alberdi está la Casa del Arco, otro de los espléndidos ejemplos de arquitectura de la localidad.

Tras la Iglesia está la Alhóndiga. Entraría, una vez más, al lugar que fue Casa de Contratación, cárcel, almacén, y quién sabe qué más. Otro testigo callado de la historia de Villanueva de los Infantes. Rodearía ahora la iglesia (tan impresionante es su fachada principal como el resto del edificio). Seguiría caminando hasta llegar al Convento de los Trinitarios, más comúnmente conocida como la Iglesia de la Trinidad.

Cómo no, también iría a visitar a mi Virgen de la Antigua a su preciosa ermita, a unos 5km del pueblo. En un precioso paraje natural se encuentra el santuario, con su patio renacentista, y la querida imagen de la Virgen del siglo XIV dentro del precioso altar.


Tanto andar me daría hambre de verdad. Así que me iría a por unos “alfonsinos” (que volvían loco al rey Alfonso VIII, de ahí el nombre) a la célebre pastelería “La Providencia”. Si tuviera ganas de algo más contundente, “atacaría” alguno de los platos estrella de la región: un buen pisto manchego, las migas de pastor, tiznao, ajo, caldereta manchega, duelos y quebrantos, gachas, huevos a la porreta, pipirrana, patatas al montón… Podría seguir, y seguir. Pero me quedo con el queso manchego, y con el buen vino. ¿Os apetece?

Ya se ha hecho tarde. Las campanadas de la Iglesia me recuerdan que es la hora de despedirme de nuevo del pueblo que me vio crecer, donde he pasado buena parte de mis 24 años de vida. Pero antes de marcharme, os diré una cosa. En mi breve experiencia como trotamundos me he dado cuenta de algo: no hay lugar más hermoso que aquel donde están las raíces de uno. Y en Villanueva de los Infantes siempre estará mi hogar.








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