Vivir echando de menos
- mariadelacruzg
- 28 ago 2015
- 3 Min. de lectura
La nostalgia es de color azul oscuro, de ese azul que aparece justo al ponerse el sol, antes de fundirse con el negro. Huele a lluvia, justo a ese olor que inunda el aire antes de la tormenta y que es presagio de las gotas que caerán mansamente, mojando la tierra. Y sabe... a limón con azúcar; es tan amargo, que ni siquiera un dulzor artificial refinado es capaz de camuflar su acidez.

La nostalgia siempre me ha parecido una emoción extraña. Ese vacío inexplicable entre el corazón y el estómago, cuando se echa en falta a algo o a alguien... ¿Con qué llenarlo? ¿Más gente? ¿Nuevas experiencias? ¿Y si ese vacío se queda ahí siempre?

Alguien me dijo que ese es el destino del viajero... vivir echando de menos. Todo empezó la primera vez que me fui al extranjero. Inglaterra. Un mes. La primera noche la pasé llorando, aunque llegó un momento en que dejé de percibir el límite entre lluvia y lágrimas. El resto pasó en un barullo de voces, colores y formas. De repente, el último día. Sentimientos contradictorios, cuando me di cuenta... de que no quería irme, pero a la vez extrañaba a mi familia. Aquella despedida, de unos amigos que aún hoy viven en mi corazón, fue la primera experiencia con esa nostalgia nómada que hoy viene tras de mí.

Con 18 años recién cumplidos, me fui a estudiar lejos de casa. Volvía de tarde en tarde, porque la distancia no me permitía más. Ay, lo que echaba de menos a mi madre, mi casa, mi familia, mis amigos de toda la vida.

Luego me fui de Erasmus. Ahí extrañaba a morir mi casa, mis amigos, la ciudad donde había estudiado hasta entonces. Mi España querida. Pero también aquello pasó. Volví a casa, y una vez más, ese vacío. Echaba de menos mi "otra patria", unos amigos que se habían convertido en familia y que (algo en mi interior me lo decía) quizás nunca volvería a ver. "¿De dónde soy?", me preguntaba, pues llega un momento en que uno ni lo sabe. La frontera entre el hogar y el mundo se hace difusa.

Una vez más, las ganas de ver mundo me impulsaron a embarcarme en otra aventura. Un año en Sudamérica, viviendo infinidad de experiencias de todo tipo. Nuevamente, echaba de menos mi casa, mis amigos (los nuevos, los antiguos, los de siempre, todos juntos en una devastadora mezcla de emociones). Entonces, volvió a pasar. Esos que al principion eran conocidos, pasaron a ser mi otra familia, aquellos con quien contar lejos de casa.

Y cuando tuve que embarcarme en aquel avión Santiago de Chile-Madrid, mientras leía con el corazón encogido un cuaderno repleto de palabras de amistad... Cuando el edificio más alto de la ciudad que fue mi casa se convirtió en un punto luminoso, hasta esfumarse... entonces comprendí.

Vivimos echando de menos. Es el destino del nómada, sí. Pero también el de todo aquel que se embarca en el viaje más peligroso de todos: la vida. Las personas van y vienen. Llegan, dejan su huella, se van. Unas se quedan más, otras menos, pero nada es para siempre.

Por eso la nostalgia me parece tan enigmática y tan maravillosa a la vez. El peso de la ausencia sobre el alma. Retratos en blanco y negro de lo que antes fueron colores. Aquella vieja caja de música que sigue sonando, a lo lejos...

Una vez más, estoy lejos de casa. No siempre es fácil, no es un camino de rosas, ya lo sabéis. Además, me acompaña la que ya se ha convertido en una vieja amiga. Aunque ahora no es desconocida. Ahora sé que la nostalgia es el sino de los que eligen vivir.






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